En el arte hay formas groseras de expresar el racismo, como Hugo Wast en su novela El Kahal-Oro; otra, menos grosera pero visible: Shylock, en el Mercader de Venecia, de Shakespeare, o Fagin, en Oliver Twist, de Dickens. Pero hay una manera sutil de expresarlo. Casi imperceptible. Como si fuera natural. Incluso, el que lo expresa puede considerarse a sí mismo en nada racista. Y otros, que lo ven, no encontrar nada de malo.

Esta forma de racismo es casi imperceptible porque yace en el fondo de los hombres, en su formación cultural que les hace creer que es «normal» lo que no lo es. El caso que muestro es el de una obra maestra. Sin duda que lo es. Pero no es la perfección de la pintura lo que debe mirarse sino lo que la pintora reflejó, seguramente, sin mala intención. Simplemente, como a todos, le pareció «normal». ¿Por qué no lo sería?

Marie-Guillemine Benoist es la pintora, una muy buena. Pintó unos cuantos retratos entre la última década del siglo 18 y las dos primeras del 19. Una época difícil para que las mujeres se expresaran libremente en arte. Ella lo hizo y fue bien aceptada en el Salón de París de 1800 con un cuadro muy particular, hoy ubicado en el Louvre. No es necesario decir que, en la misma época, pintó retratos de varias mujeres. Pero ninguno como este. Prestando atención a los títulos, miremos.

Retrato de Madame Jeanne Desbassayns de Richemont y su hijo Eugéne
Retrato de Marie-Louise Bonaparte, Gran Duquesa de Toscana
Retrato de Pauline Bonaparte, Duquesa de Guastalla y Princesa Borghese
Retrato de una negra

Una pena que nunca pintara «Retrato de una blanca», con una mujer sentada y con las tetas al aire. Olimpia o la mujer desnuda en el Almuerzo en la hierba, de Manet, no hubieran sido tan escandalosos sesenta años después.  Y este cuadro, considerado una muestra de la emancipación de la mujer y una alegoría sobre la abolición de la esclavitud en Francia sería eso y no lo que es: «el retrato de una negra».